El Peñón del Fin
Muchos atardeceres se acercaba al Peñón del Fin para contemplar el vacío. Un mar de nubes teñido de oro naranja ocultaba la perpetua incertidumbre. Pero ella ya sabía que debajo no había nada esperable, por algo se llamaba el Peñón del Fin. Paseaba y suspiraba por sus bordes no para soñar qué pasaría el día en que saltara, sino para aprender a controlar el vértigo. Para saber capturar los instantes venideros en los mediodías de campiña de un modo especial, recordando siempre aquella sensación: la vibrante explosión de una serena nostalgia, la de aquellos que ya habían desaparecido entre las nubes, cuadrando el círculo con el que les bendijo y maldijo el azar.
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